jueves, 2 de diciembre de 2010

MI PROPIA VOZ
Este diario, lo encontramos entre sus faldas de maíz. Tiene un aroma de piedras y flores. Al parecer Malintzin es su nombre y es la madre de la selva.
-      Bernal Díaz del Castillo.
Arco-iris, arco-oídos, arco-lenguas, arco-manos. Los dioses ahora están en desacuerdo. No saben que hacer conmigo. Ni si quiera yo sé que hacer conmigo misma: mi propia voz se calla cada quiero algo. La selva me habla, aquí entre las templadas ceibas y los jadeantes jabalíes. A diferencia de mi pueblo natal, aquí los árboles escuchan y las guacamayas con piel de arco-iris hablan. ¿O no? Soy esclava de otros, ya no sólo de mí. Los caciques mayas, los de la nariz en forma de puño, ahora son mis amos. Se jactan de su belleza: imponente poder y comunicación con el gran Kukulkán, pero yo estoy segura que el mismo Kukulkán, en los equinoccios solares, no sólo besa el templo, también sus truenos de serpiente hacen que la selva y las voces inocentes del pueblo inermes se defiendan en contra de los caciques. ¡Amo de las selvas y los truenos! ¿Qué vas a hacer conmigo?
¡Malintzin, malintzin! Escuché una vez a lo lejos, entre pedestales de madera y templos tibios. Esa vez, recuerdo como el cielo estaba bermejo y los árboles respiraban un aire de cambio. Mis amos estaban fumando la sagrada pipa, prosternados ante la estela solar, fui requerida para lavar sus pies. Endeble mi cuerpo, y endeble yo. Agua de sol, agua de luna. Los amos sólo se lavan con aguas sagradas. ¿El hombre con qué agua se lava? Terminé y me fui a nadar a las cascadas, algunas veces ese es mi pago. Otras son semillas y un poco de hongos. Durante algunos años mi trabajo ha sido ser las manos y los pies de los caciques. ¿Cuándo ocurren en verdad los cambios? No sólo en el ritmo, me gustaría saber…
Jaguares de cristal, jabalíes jadeantes, águilas como flechas de jade. En la selva soy la flor lívida entre las otras flores. Los misterios del gran Kukulkán, ¿cuándo serán revelados? Una vez soñé que entre los cuerpos de los árboles, saltaban los tlacuatzin, las ceibas se bañaban en jugos de estrellas y la selva era briosa. Un hombre gris, como la plata y delgado como las ramas, se vislumbraba entre la bruma selvática. No sabía si correr o esconderme. Entre brumas, transfigurado en una serpiente emplumada, con ojos indómitos, diáfano como el amor. Me nombró, toco mi nombre: Malitzin, hija de los pueblos del centro y madre de ellos, el día que me vuelvas a ver serás libre. ¿Qué es ser libre?
 Un amanecer abrumado de luces. Las fuerzas del Sol son ignotas, por eso no podemos verlo a los ojos. Ese día, mi amo me mandó a recolectar los frutos coruscantes. Pero ese día observé entre los árboles hombres, hombres, hombres. Hombres grises. Barbas rojas como raíces y venas del mundo. Bestias inmensas de cuatro patas, como un jaguar café con una cabeza golpeada por los mismos dioses. Entre todos había uno muy parecido al de mi sueño…
Mis amos me entregaron con ellos, juntos con otras 19 flores. En cuanto vi al hombre de mi sueño a los ojos, se destrozaron todas las presencias. No entendía nada, sus bestias me daban miedo. Pensé en llamarlo: Mi señor. La tempestad se avecinaba. Cada tiempo que pasaba, parecía entender sus cantos. Acendraba el aire cada que hablaba mi señor. Pero yo sabía que mi lugar, es ante Kukulkán y los hombres-maíces, hombres-jaguares. Tengo planeado entrar en el mundo de mi señor, sí, pero después que esté tan adentro como una lanza de jade en la sangre de “los extraños”, haré que los dioses se los coman.  Me llevaron a las tierras del centro, pensé que volvería a ver a mi padre.
Durante años, he sido hija, hermana, perra y esclava de mi señor. Ahora es turno de que los dioses hagan su trabajo. Ellos estaban en busca de las piedras de sol, yo los llevé a otro lugar. Existía la leyenda de que antes de la gran Tenochtitlán hay una plaza sola: el patíbulo de los hijos del jaguar. Aquí, se dice que entran los que van al otro mundo; al otro espacio. Los deseos más grandes de uno se hacen ilusiones y en cuanto entran a la plaza, mis amos, mis dioses los devoran como hormigas. El deseo más grande de mi señor eran las piedras de sol, “oro”, lo llamaban ellos. Se hizo la ilusión: los hombres grises cayeron, sus presencias se hicieron otras, sus gritos efímeros de lobos, callaron después de un rato. Ahora creo que sé lo que es ser libre, ¿los dioses lo sabrán?